Desde pequeña me entrenaron para esperar al príncipe. No sabía muy bien para qué, pero había que esperarlo. Quietecita, peinada, encantadora. A veces cantando con pájaros.
No soy princesa, soy adulta contemporánea
Y no es que odie a las princesas Disney. Al contrario, crecí con ellas. Me sé los diálogos de La Sirenita mejor que los de Hacienda. Pero hubo un momento —quizás fue entre la tercera ruptura tóxica— en que algo dentro de mí hizo “click”. Y no fue el tacón de cristal, sino el crujido de una realidad que ya no me cabía en el molde de cuento.
Las princesas Disney de mi infancia eran dulces, sufridas y cantaban mientras esperaban. Yo, en cambio, soy impaciente, algo sarcástica y canto en la ducha para no llorar cuando veo el extracto del banco. No tengo animales que me vistan, pero sí una gata que me ignora. Y, sobre todo, no espero a nadie. Si quiero algo, lo trabajo. Si lo pierdo, me reconstruyo. Y si me enamoro, que no sea de alguien que crea que mi valor está en mi cintura de avispa o en mi capacidad de sonreír mientras me explotan.
Y no, no soy una cínica. Soy una mujer que ha cambiado el cuento. Que entendió que los finales felices no vienen de la mano de nadie más que de una misma. Que el amor es bonito, sí, pero no es mi plan de pensiones. Que la verdadera magia está en salir adelante cada mes, en mantener la calma cuando todo se tambalea y en reírme de mí misma y de las situaciones random que nos hace vivir esta sociedad patriarcal.
A las princesas del siglo XXI
Si tuviera que hablar con mi yo de 7 años, le diría: “Oye, Mar, los vestidos con vuelo son incómodos, y el príncipe… a veces ni responde los mensajes.” Le diría que está bien soñar, pero también cuestionar. Que puede seguir viendo películas de dibujos, pero sabiendo que la vida no siempre canta en DO mayor. Que a veces, en vez de castillos, hay pisos con vecinos ruidosos. Y que en lugar de hadas madrinas, hay terapeutas y amigas con vino.
Porque la adultez contemporánea no es glamourosa. Es caótica, a veces agotadora, pero también empoderada, libre y profundamente honesta. Somos las que recogemos nuestros pedazos, las que escribimos nuestras propias normas, las que sabemos que llorar no nos quita poder. Las que convertimos la frustración en memes y el cansancio en ironía. Las que cambiamos el “Érase una vez” por el “Vamos a ver qué coño pasa ahora”.
Cierro el cuento
Hoy no espero un final feliz. Espero otra taza de café y que no me suban más el gas. Y aunque no tenga banda sonora orquestal ni créditos finales, me siento más protagonista que nunca. No de un cuento… sino de mi vida.
Y si eso no es magia, dime tú qué lo es.
¡Bienvenidas!